Malas Tendencias. El Deber del Ejército y el Deber del Estado

Por José Carlos Mariátegui (*)

Hasta ahora dura el eco del discurso del coronel Ballesteros. El que al principio no parecía sino un ardoroso brindis de sobremesa, de sonoro patriotismo y retórica huachafa, se está convirtiendo en una bandera militarista. Una bandera de papel de cometa izada en uno de los sables del 4 de febrero. Pero una bandera de toda suerte.

Acaso a esta fecha el propio coronel Ballesteros se ha asustado de su obra. Probablemente jamás se le ocurrió que su estribillo de los cañones llegase a conmover la república y a darle a él –profesional estudioso y sosegado– trazas de caudillo y síntomas de héroe.

Y quiera Dios que así sea. Porque si el coronel Ballesteros, en vez de un hombre modesto e ingenuo, como nosotros lo suponemos, es un hombre calculador y redomado, tendremos en el retablo de la política criolla a la mas peligrosa figura que podría aparecer en él. Tanto que un buen optimismo nuestro consiste en creer que el coronel Ballesteros no ha medido ni valorizado previamente la trascendencia de sus palabras sino que las ha dicho como se las ha dictado el corazón. Pues en esto reside lo indispensable para la tranquilidad y bienandanza nacionales. En que el discurso del coronel Ballesteros haya sido cosa del corazón y no de la cabeza.

El papel del ejército

No exageramos. Muy grave, muy grave, sería que el ejército del Perú quisiera señalarles a los poderes públicos una orientación de su gusto. El grado de militarización que al país conviene no debe ser indicado de ninguna manera por el ejército. Es imprescindible que los poderes públicos elijan libremente la dirección primaria de la política gubernamental.

Un jefe militar que se pone de pie, delante de un auditorio militar también para manifestar que hay que recomendarle al congreso que haga esto y que hay que quejarse de que no haya hecho aquello es, por eso, un jefe a quien se tiene que mirar como una amenaza.

¿Persigue popularidad? ¿Quiere grangearse unos cuantos aplausos? ¿Busca tales o cuáles felicitaciones? Entonces es un jefe que no se conforma con la normalidad de su existencia profesional. Es un jefe que ambiciona mayores órbitas de figuración. ¿Pretende únicamente que los poderes públicos sepan lo que el ejército apetece y trata de presionar a esos poderes públicos en un sentido dado. Es un jefe que enamorado de una convicción, acertada o no, aspira a imponerla al Estado. Siempre es, pues, un jefe cuya conducta no se encarrila dentro del rol austero del ejército.

Recorte del artículo publicado por José Carlos Mariátegui en la revista "Nuestra Época"

Habrá quienes se pregunten: –¿Luego un militar carece del mismo derecho que cualquier otro ciudadano para emitir públicamente sus ideas? Les responderemos, naturalmente, que sí. En todo país el militar no puede obrar como cualquier ciudadano. Es un ciudadano inhabilitado por su función para el amplio ejercicio de sus derechos políticos. Los militares no pueden celebrar mitines, no pueden demandar la guerra ni oponerse a ella, no pueden votar, no pueden afiliarse a ningún partido político. Su libertad individual está cohibida y su libertad colectiva anulada. No por capricho su misión es llamada misión de sacrificio y su carrera es llamada carrera de abnegación.

El fundamento de esta condición particular de los militares está universalmente sancionado. Luis Araquistain lo definía brillantemente, no hace mucho, a propósito de las juntas de defensa constituidas por lo oficiales y los sargentos españoles. Araquistain les negaba a los militares la capacidad para sindicarse que les otorgaba a todos los funcionarios del Estado. Y se basaba en que la fuerza de los militares debe ser, al mismo tiempo, su debilidad. El estado, efectivamente, al darles esa fuerza les prohibe que usen de ella en su favor. Y los militares deben abstenerse de toda actitud de alcance político porque cualquier actitud suya, por tranquila que sea, entraña siempre una coacción, en virtud de la fuerza que la respalda. Esto es lo que hace censurable el discurso del coronel Ballesteros y lo que haría consternador que ese discurso obtuviese muestras de apoyo y de simpatía del ejército.

Los partidos, los grupos, los bandos políticos, que luchan por el predominio de sus sistemas y de sus conceptos, deben ser los que estudien y resuelvan si el Perú adopta o no una orientación militarista. Los militares, si tiene una noción sana de su verdadero papel, no deben intervenir en ese debate. No puede tolerarse que opinen sobre algo de tanta importancia en la marcha de la nación. Absolutamente, no. Podría tolerarse talvez que opinasen acerca de la ubicación del palacio arzobispal. Su concurrencia al debate público en este caso no sería tampoco cuerda, pero sería siquiera inofensiva. Daría risa; pero no daría miedo. Sería una bobada. Pero no sería un peligro.

Además el militarismo es aquí un error.

Ahora bien. No es solo que el ejército no deba insinuar ni marcar la dirección sustantiva del Estado. Es mucho más aún. Es también que esa orientación no debe ser en el Perú una orientación militarista.

Resulta, por consiguiente, que la presión militar para que el país se militarizarse no sería mala únicamente por ser presión militar. Sería mala, además, por tender a que el país se militarizase. Nos colocaría delante de un medio malo y de una finalidad peor. Y así, ni aun podíamos tener el consuelo de que, hablando como de costumbre un lenguaje de refranes y aforismos, nos dijésemos una vez más que «el fin justifica los medios».

El país tiene que cuidar de su defensa armada. Pero debe hacerlo dentro de la proporción de sus recursos económicos. No sería sensato que el Estado abrumase de guerra exagerado o que adquiriese deudas comprometedoras de su crédito para repletar los parques militares de esos cañones, fusiles y halas que han obsesionado al coronel Ballesteros.

Ningún Estado debe mostrarse, en verdad, más parco y discreto que el Estado peruano en esfuerzos militares. Todo lo niega aptitud de Estado militar y nada le indica conveniencia de serlo. Un motivo no más podríamos tener para acentuar intensa y denodadamente nuestra militarización; el anhelo de la revancha contra Chile. Unicamente este romántico sentimiento de reivindicación podría conducirnos a armarnos y pertrecharnos a cualquier costo. Y ya andamos casi unánimamente convencidos de la ineficacia de todo revanchismo.

Chile tendrá siempre, mientras nos dure el ardimiento revanchista, un poder bélico superior al nuestro. Cuando nosotros, mediante un sacrificio, compremos un barco, Chile, sin sacrificio alguno, podrá comprar tres. Y es que Chile no solo es un país más rico que el Perú. Es, al mismo tiempo, un país que se preocupa más que el Perú de mejorar su riqueza. Y es más fuerte que el Perú porque es más rico.

Luego ni aún el revanchismo puede inducirnos a adoptar una orientación militarista. Claramente miramos que la riqueza y no las armas nos dará algún día la codiciada superioridad sobre Chile.

Política de trabajo y no política de apertrechamiento es, pues, la que aquí nos hace falta. Política de trabajo y también política de educación. Que se explote nuestro territorio y que se acabe con nuestro analfabetismo y tendremos entonces dinero y soldados para la defensa del territorio peruano.

Pobres, descamisados y hambrientos, ¿cómo va a ser posible que pensemos en una gran escuadra ni en un buen ejército? Nos pareceríamos como nación a un hombre que gastase en armas el dinero que debía gastar en pan y que invirtiese en ejercitarse en la esgrima el tiempo que debía invertir en ganar dinero.

No podemos tener ejército aún

Hay mucho más todavía. Carecemos de espíritu militar. Nuestro pueblo no es un pueblo militar. Y a nadie se le ocurrirá aconsejarnos que improvisemos el espíritu militar que nos falta.

La gran mayoría de los peruanos, los tres millones de indios embrutecidos y esclavizados y de las sierras, no posee noción de la patria. Y, sin embargo, de esa masa aborigen inconsciente, habremos de extraer en un caso de guerra el ejército que nos defienda.

Contemplemos ahora mismo nuestro ejército y digámonos si es realmente un ejército y digámonos si es realmente un ejército. Analizándolo rápidamente notaremos que la tropa es compuesta por los indios coercitivamente enrolados. Esos indios no aman ni estiman su condición de soldados. La aborrecen. Se hallan siempre en el umbral de la deserción.

La oficialidad está compuesta en un noventa por ciento, por gente llevada a la escuela militar una veces por la miseria del medio y otras veces por el fracaso personal. La vocación militar apenas si asoma de raro en raro. Para comprobarlo basta con reparar en que, mientras en otro países la aristocracia puebla los colegios militares entre nosotros, los jóvenes «decentes» burlan la conscripción. Y en que hasta hace muy poco los severos padres de familia «metían» en la escuela militar al hijo más desalmado, jaranista y bribón. La escuela militar era para ellos una especie de escuela correccional donde «a punta de palo» eran enmendado los muchachos de mala índole y deshonestas travesuras(*).

No podemos tener, pues un ejército verdadero. Los peruanos no quieren ser soldados. Si aumentamos nuestros efectivos no será, evidentemente que hemos concentrado más soldados en nuestros cuarteles. Será que hemos concentrado más indios cogidos a lazo por subprefectos y gendarmes.

No debemos entonces engañarnos

No huyamos de la verdad por fea y amarga que sea. Antes bien busquémosla para dirigir nuestros pasos conforme a lo que ella nos diga. Busquémosla aunque nos diga que no somos  un pueblo militar y queramos serlo. Aunque nos diga que carecemos de ejército y queramos comprarle mil cañones. Aunque nos diga que nos hace falta desarrollo económico y queramos apertrechamiento bélico.

Desde hace un siglo aproximadamente consumimos nuestra energía en mantener nuestras milicias. Por el lujo de querer ser fuertes y marciales nos hemos olvidado de la necesidad de ser trabajadores y ricos. El pueblo, paupérrimo y miserable, ha vivido para alimentar un ejército. Y, a costa de todo estos, no contamos hoy con un ejército siquiera. Apena si hemos formado una burocracia más o menos bien comida y más o menos mal encaminada.

Y en vez de pensar en acuartelar soldados pensemos en formarlos. Ya vendrá el día que los acuertelemos. Si para nuestra felicidad es preciso que venga.

Fuente: Mariátegui, José Carlos (1918). Malas tendencias. El deber del ejército y el deber del estado. Nuestra Época, 2, p.4-5

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